26 oct 2005

Descripción del cuarto

La mesa está ahí. Claro. ¿A dónde se va a ir? Los gusanos le comen las patas y no se pude mover.
La madera se pudre de a poco, sufre. Los poros se agrandan y cae la madera en forma de aserrín.
Recuerda la savia que alguna vez pasó por ella. Son tiempos pasados. El dolor que provocó el hacha no se olvida.

"Intentemos comer el engrudo." ,dijo la madre. Tomaron sus cucharas y comieron. Un día, barro. Otro, aserrín. Más tarde, engrudo. Así es la vida de los ricos.

El Reloj Ruso marcaba rápidamente las horas. Por cada segundo que adelantaba, atrasaba otro. Lentamente, sus días pasaban. Como los de cualquiera.

Como la puerta no tenía cerradura, entraba todo tipo de gente. Robaban o rompían. Nadie hacía nada, porque estaban comiendo. No les importaba.

Cuando la música sonaba demasiado fuerte dejaban de comer. Pero esto no era muy frecuente. Pasaba a cada segundo.

Las paredes estaban inclinadas y los cuadros colgaban extrañamente. En realidad era muy raro y era algo completamente normal.

Los cubiertos estaban debajo de lo que los cubría. Por algo lo eran. Pero es una verdad que esto a nadie le importa.

Por la ventana entró el viento. Trajo fuertes noticias. Derribaron la pared y se lo dijeron a todo el mundo. Vivieron como todos. Como nadie.

Ahora le toca al pájaro. Llenaba todo de excremento. Era su trabajo, y a todos les gustaba. Por eso querían matarlo. El excremento servía para las comidas. Y la comida hacía falta.
El hacha colgada de la pared hacía juego con la espada a su lado. Varias veces había caído cuando los niños jugaban, cortando sus partes. Claro que ellos seguían jugando.

Las sillas no existían. Lo habían hecho. Pero ya no. No eran necesarias. La alfombra era buena.
"Limpien la alfombra.", dijo el padre. No tenía color. Desapareció bajo la comida. Era un cubierto más.

La luz era negra, porque la tapaban los cuadros. No importaba. Ellos comían igual.
"Me pica.", decía el hijo. El hijo. Los piojos corrían por su cabeza y él se rascaba. No le alcanzaban las manos, pero sí los dedos, falanges largas, artríticas. Ya era viejo y se rascaba. Intentó sacárselo, pero no pudo.

"Rascate.", decía su madre. Ni miraba a su hijo. Le preocupaban más sus enemigos. Intentaban violarla a cada segundo. Miraban por la cerradura, estaban bajo su cama, en su ropero. Claro, no odiaba a su hijo. Todos los días comía con ella. Por amor.

"Cállense de una vez.", dijo el padre. Sentado en las sillas que no había hasta hace un momento, miraba el televisor. Con él tapaba el volumen de la música. Los piojos del hijo eran suyos. El café ya no aceptaba más ideas para cambiar el mundo. Entonces, ya no lo intentaba. Lo único que importaba era algo. Y él no lo sabía. Y yo no lo sé.

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